Para morir en la orilla by José Luis Correa

Para morir en la orilla by José Luis Correa

autor:José Luis Correa [Correa, José Luis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2022-01-01T00:00:00+00:00


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El día siguiente iba a ser un mal día para dejar de fumar.

Dormí mal. Me levanté tarde. No quise contestar al teléfono. No se me iba de la cabeza el plan de Margarita. Una locura. Demasiados flecos sueltos para que funcionara. Cuando dependes de otros nunca puedes estar tranquilo. Calibré cada cosa que podía salir mal, los factores que podían torcerse. Que Rivero perdiera los nervios y se descubriera ante Leacock. Que Leacock exagerase el peligro al que se enfrentaba Ezequiel Montero. Que Montero se sintiera acorralado y optase por sacar toda la artillería.

Aquello podía convertirse en una escabechina que pagarían los inocentes. Siempre era así: están los que mueven los hilos y los que bailan. El policía corrompido y el mafioso de la droga no eran de los que bailaban. Si una bala se extraviaba difícilmente iba a darles a ellos. Y si, por un golpe de mala suerte, se veían perdidos, no iban a hacerle ascos a arramblar con todo: Miriam, Naima, Salomé, el barman de la pajarita, un cliente que pasara por allí, una vecina asomada al balcón, Esponda en su coche.

De repente, se veía todo negro.

Comí en casa, sin ganas, delante de la tele. Una ensalada de tomate, lechuga, huevo duro y atún sobre la que espolvoreé unas almendras crudas. Abrí una botella de vino. Me pasé una hora cambiando de canal. Nada me satisfacía. Acabé, como siempre, ante un documental. Una familia de zorros rojos intentaba sobrevivir al invierno con una dieta a base de perros de la pradera inquietos y saltarines. Los perros de la pradera, como ratas pero más graciosos, construyen una madriguera laberíntica con varios respiraderos. Si los acosan por uno, escapan por otro. La estrategia del zorro es taponar las salidas con tierra para que los perros no tengan donde elegir.

Me pasé la tarde dándole vueltas a eso. No éramos animales. Yo no tenía una camada de cachorros hambrientos esperando en casa. No veía a las putas como frágiles perros de la pradera. Pero la estrategia tenía su lógica.

Casi no la reconocí. Entre que llegó al volante de otro coche, un viejo Mazda gris con lamparones que parecía rescatado del desguace, y su atuendo, Esponda estaba irreconocible. El coche era prestado, no quería que relacionaran el suyo con la escena del Medina Azahara si algo se torcía. Venía vestida con ropa deportiva, zapatillas negras y el pelo recogido en un moño alto, por si había que correr. Por suerte, conducía como la noche anterior, si no habría creído que era una impostora.

Anduvimos gran parte del camino en silencio, cada uno concentrado en su dilema. Esponda había traído un artilugio de escucha para poder estar conectados en todo momento. Me obligó a pegarme un micro al pecho con un esparadrapo y a colocarme una pieza diminuta en la oreja. Así podría oírla a ella y ella a mí. ¿Qué íbamos a decirnos? Nunca se sabía. Pero no quería dejar nada al azar, ya bastante improvisado resultaba su plan.

La inspectora jefe fue tajante en una cosa.



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